1. LA NECESIDAD DE UN PODER COACTIVO INCOMPARABLEMENTE SUPERIOR A NINGÚN OTRO.
En el Estado de derecho son las leyes las que gobiernan a través de los humanos y cada uno tiene limitado el uso de sus fuerzas dentro de los límites que estas leyes le marcan. El único soberano, el único rey que tiene un poder absoluto por encima del cual no hay ningún otro poder es la ley. Pero lo bueno que tienen los reyes de carne y hueso frente a las leyes es que a los reyes se les puede ver, tocar y dar los buenos días, mientras que las leyes son cosas un poco abstractas que no pueden verse ni tocarse.
Por eso, aunque estaríamos en estado de naturaleza si mandasen los deseos de un rey particular (pues no estaría gobernando una ley universal válida para todos), por lo menos estaría claro qué sería eso de mandar, pues “mandar” significaría que el rey va imponiendo sus deseos con las fuerzas de las que dispone y los débiles súbditos tendrían que obedecer. Pero ¿qué quiere decir exactamente esto de que mandan las leyes universales, que no son más que unas cuantas frases puestas por escrito y no nos pueden tocar y ordena que hagamos algo?
Mandar siempre es usar la fuerza para conseguir doblegar las fuerzas de otros y obligarlos a actuar de determinada manera. Como las palabras escritas no tienen la musculatura necesaria para imponerse a los individuos, tienen que adueñarse de la musculatura de algunos individuos de carne y hueso, de modo que impongan su poder a través de ellos. Por eso, para que haya de verdad Estado de derecho y manden las leyes universales, tiene siempre que haber un poder coactivo (es decir, un poder capaz de obligar físicamente) que respalde las leyes y consiga imponerse a todo el resto de fuerzas individuales o colectivas que hay en una sociedad. Si no existiese este poder coactivo, las leyes no serían más que papel mojado, palabras sin fuerza para imponerse en el mundo. Si detrás de la ley que prohíbe circular a más de 120 km/h por las autopistas no estuviese la Guardia Civil de Tráfico haciéndolas cumplir, las leyes sólo expresarían el deseo de que los coches fuesen más despacio, pero no conseguirían ningún efecto real en el mundo.
Esas palabras tendrían la forma de las leyes(es decir, dirían cosas como “Todos los que tal, deben hacer cual), pero no tendrían la fuerza que las leyes han de tener para ser capaces de producir respuestas jurídicas, hechos en el mundo que respondiesen a las violaciones de las leyes. Por eso, para que haya Estado de derecho es necesario que las leyes tengan a su servicio unas fuerzas físicas, como la policía o el ejército, que las hagan cumplir.
Pero no vale sólo con que las leyes tengan a su servicio unas pocas fuerzas físicas, dos o tres policías, sino que tienen que conseguir, además, que el poder que está a su servicio sea tan grande que nadie en la sociedad sea capaz de enfrentarse a ellas. Pues si hubiese en la sociedad un poder mayor que el suyo y las leyes no fuesen capaces de doblegarlo, éstas dejarían de ser universales, pues valdrían para todo el mundo menos para ese que tiene a su servicio un poder mayor que ellas. En esta situación el soberano, es decir, el que tienen un poder absoluto por encima del cual no hay ningún poder, ya no serían las leyes, sino que lo sería ese otro que tiene más fuerza. Por eso sólo hay Estado de derecho cuando existe una fuerza incomparablemente mayor a cualquier otra, que respalda las leyes: la fuerza que acumula el Estado a través de la policía, el ejército, etc.
2. LA NECESIDAD DE LA DIVISIÓN DE PODERES.
Pero precisamente porque las leyes universales siempre necesitan de señoras y señores particulares para ejercerse, puede ocurrir que un gobernante oculte su voluntad particular bajo la apariencia de las leyes universales. Imaginemos, por ejemplo, a un mandatario perverso e inteligente que quiere hacer creer a sus súbditos que no son sus deseos particulares los que mandan, sino las leyes, Una cosa que podría hacer este rey es poner todos sus deseos por escrito, hacerlos pasar por leyes y pretender que sus reales deseos particulares son leyes universales válidas para todos. Podría elaborar leyes y luego interpretarlas siempre de la manera más conveniente para él. Podría hacer una ley que prohibiese el asesinato, matar a sus enemigos, y luego declararse a sí mismo inocente diciendo que en realidad lo que él quería decir cuando prohibió el asesinato era otra cosa, que lo que él había hecho era una excepción que ya estaba contemplada por la ley. Si el que hiciese las leyes fuese el mismo que las aplicara y el mismo que juzgara si unos determinados hechos caen o no bajo esa ley, cabría la posibilidad de ir adaptando constantemente las leyes a lo que le conviene al gobernante, transformando el significado de los tipos jurídicos según lo que las circunstancias particulares hacen más conveniente para el que manda. En ese caso, ya no estarían gobernando las leyes a través del gobernante, sino que sería, sencillamente, su voluntad particular la que estaría mandando.
Pero podría parecer a primera vista que el país gobernado por este mandatario es un Estado de derecho: hay un poder incomparablemente más poderoso que todos los demás (el de este señor), que gobierna tipificando la realidad (con tipos como el de “homicidio”) y dando respuestas tipificadas a las acciones (declarándose a sí mismo “inocente”). Sin embargo, está claro que aquí hay algo que no funciona. Parece un Estado de derecho, pero no lo es, pues aunque el rey elabore leyes y haga parecer que él no está actuando más que según los tipos jurídicos, veos que en realidad sólo se está aprovechando de la apariencia de las leyes para hacer lo que a él particularmente le da la gana. El rey estaría verdaderamente en estado de naturaleza respecto al resto de los ciudadanos, aunque habría conseguido disimular esa guerra que su voluntad particular tiene con las de todos los demás tras la apariencia de las leyes. Sería como si a alguien se le ocurriese llenar de lámparas muy luminosas la caverna de Platón e intentara convencer a los prisioneros de que ya están fuera de la caverna y no hace falta que salgan.
Por eso, para que las leyes sean verdaderamente universales y no sólo un disfraz del despotismo, en un Estado de derecho tiene que cumplirse, además, otra condición: tiene que haber división de poderes en ese Estado. Esto significa que el que hace la ley no puede ser el mismo que la aplica no el mismo que la juzga. En un Estado de derecho el poder tiene que ejercerse, entonces, desde tres posiciones distintas que han de estar ocupadas por ciudadanos diferentes e independientes: la posición del que elabora las leyes universales que tipifican la realidad, la posición del que aplica las leyes localizando en la realidad situaciones como las descritas por esas leyes y la posición del que juzga bajo qué ley caen unos hechos particulares dados. Esta distinción entre tres posiciones desde las que se ejerce el derecho tiene por objetivo garantizar que las leyes sean verdaderamente universales e impedir que la universalidad sea sólo un disfraz.
3. LA INDEPENDENCIA DE LOS PODERES EN UN ESTADO DE DERECHO.
Para que las leyes sean verdaderamente universales es necesario que exista un poder incomparablemente mayor que ningún otro, que haga cumplir las leyes, y que este poder se ejerza desde tres sitios distintos: desde el legislativo, desde el ejecutivo y desde el judicial.
Pero aunque estas dos cosas son necesarias para que sean las leyes las que gobiernen, no son suficientes, sino que hace falta algo más: hace falta que los ciudadanos que vayan a ocupar los puestos de legisladores, ministros o jueces sean suficientemente independientes y autónomos a la hora de cumplir con sus funciones. Veamos las particularidades que se introducirían en las leyes, impidiendo su efectiva universalidad, si los legisladores no fuesen suficientemente independientes:
En el siglo XVIII era habitual distinguir entre ciudadanos activos y ciudadanos pasivos. Los ciudadanos activos eran aquellos que no sólo estaban obligados a obedecer las leyes, sino que también estaban capacitados para colaborar en su elaboración. A los ciudadanos pasivos, en cambio, no se les permitía colaborar en la elaboración de las leyes, aunque sí estaban obligados a obedecerlas exactamente igual que cualquier otro. Entre los ciudadanos pasivos se encontraban las mujeres, los niños, los extranjeros, los discapacitados psíquicos y todos aquellos que no tenían propiedades. Y sólo eran considerados ciudadanos capaces de formular leyes los varones mayores de edad en pleno uso de sus facultades mentales que tuvieran la nacionalidad del país que fuera y que tuviesen una cantidad suficiente de propiedades.
Hoy, en muchos países, sólo siguen formando parte de la ciudadanía pasiva los niños. Sin s, los extranjeros y los discapacitados psíquicos, y una gran mayoría de ciudadanos piensa que considerar, por ejemplo, a las mujeres como ciudadanas pasivas sería una asquerosa discriminación. Sin embargo, algunos de los que defendían la necesidad de prohibir la posibilidad de elaborar las leyes a todas estas personas no eran unos fanáticos de la tiranía y la discriminación, sino que eran filósofos ilustrados que tenían sus argumentos para defender esta distinción. Decían que si se permitiese que los niños votasen, el padre de una familia de 9 hijos podría votar diez veces en vez de sólo una, puesto que sus hijos harían exactamente lo que él les pidiese que hicieran. A las mujeres, en un momento en el que no se les permitía estudiar y todas sus decisiones tenían que estar autorizadas por sus maridos, les pasaba exactamente lo mismo. Con los discapacitados psíquicos se argumentaba que era relativamente sencillo embaucarlos para que hiciesen lo que las personas que los tenían a su cargo quisieran que hiciesen. Y exactamente lo mismo pasaba con las personas que no tenían propiedades, puesto que el dueño de una casa que tenía 20 sirvientes a su cargo podía presionarles para que éstos votasen lo que él decidiera. Si no se hubiese restringido el derecho al voto a sólo aquellos que tenían propiedades, los que tenían muchas propiedades habrían tenido muchos votos (pues tendrían más sirvientes), mientras que los que tenían pocas propiedades habrían tenido pocos votos (al tener pocos sirvientes). A partir de este tipo de razonamiento, que mostraban que las condiciones materiales de todos estos colectivos hacían imposible que fuesen suficientemente independientes, no se les permitió que contribuyesen a la elaboración de las leyes.
Si en aquel momento alguien hubiese querido acabar con la discriminación otorgando derechos de votos a todos los que eran hasta el momento ciudadanos pasivos, lo que habría ocurrido habría sido más bien lo contrario de lo que se pretendía: habría aumentado la discriminación, puesto que se habría disparado el poder que ya tenían los muy poderosos. Lo que había que hacer para acabar con la discriminación no era permitir de golpe que todos los ciudadanos pudiesen votar, sino comenzar por garantizar que todo aquel que votase lo pudiese hacer de manera autónoma e independiente. Eso no podía hacerse en algunos casos: no era posible garantizar la independencia a los discapacitados psíquicos y, en el caso de los menores de edad, podría discutirse cuál era la edad a partir de la cual un menor podía decidir autónomamente acerca de las leyes (permitiéndose hoy en algunos países desde los 16 y en otros prohibiéndose hasta los 21), pero estaba y está claro que un niño de 4 años no decide independientemente de lo que piensen sus padres. Por eso, tiene sentido seguir manteniéndolos como ciudadanos pasivos, aunque intentando poner un especial cuidado en la defensa de sus derechos.
Pero no ocurre lo mismo con los extranjeros, las mujeres y los que no tienen propiedades. En esos casos, la manera adecuada de conseguir acabar con la discriminación pasa no sólo por reconocer formalmente su derecho al voto, sino por conseguir también que sean materialmente independientes, es decir, que tengan suficientes recursos para que nadie pueda presionarlos a la hora de votar. Esto se consiguió en parte gracias a la instauración del voto secreto, que garantizaba la posibilidad de que nadie supiese lo que otros habían votado. Pero junto al voto secreto son necesarias otra serie de garantías que permitan la independencia de todos los ciudadanos como legisladores: la educación universal pública y gratuita (que garantice que nadie pueda ser fácilmente embaucado y tenga un juicio autónomo sobre los problemas sociales) y la existencia de unas mínimas condiciones materiales de subsistencia ( para que nadie pueda ser chantajeado y obligado a votar unas leyes sólo porque en caso contrario su salud, su puesto de trabajo y su supervivencia peligrarían).
Si una gran empresa exigiese de un país que no se le obligase a pagar impuestos o, en caso contrario, se llevaría todas sus fábricas a otro país, los trabajadores de esa empresa tenderían a legislar a su favor si no tuviesen garantizada ya por otra vía su subsistencia. Por eso, es necesario que la subsistencia de los ciudadanos esté garantizada con independencia de todos los poderes socioeconómicos, ya que en caso contrario los deseos particulares de ciertas empresas ( o incluso de todas las empresas en conjunto, ya que en bastantes ocasiones los intereses de las empresas están enfrentados con los intereses de los trabajadores en conjunto) se convertirían en leyes y la universalidad no sería ya más que un disfraz tras el que se esconderían los intereses de los más poderosos. Si los legisladores tienen que pedir permiso a otros para subsistir, las leyes estarían sesgadas hacia las particularidades que más interesen a estos otros y su universalidad quedará, por tanto, en entredicho.
4. LA INDEPENDENCIA DEL PODER EJECUTIVO Y EL JUDICIAL.
No sólo son los legisladores los que han de ser independientes para elaborar leyes, sino que los otros dos poderes, el ejecutivo y el judicial, también han de serlo si se quiere que las leyes no resulten sesgadas en su interpretación y su aplicación. La independencia del poder ejecutivo se consigue de una manera parecida a lo que ya hemos visto para el ejecutivo: impidiendo que los grandes poderes socioeconómicos de un país tengan la fuerza suficiente para influir en la elección del presidente del gobierno y sus ministros. Para ello es importante garantizar que todos los ciudadanos tengan la misma voz para elegir al poder ejecutivo, y esto sólo es posible con una reglamentación de las campañas electorales y de las discusiones públicas (que se producen a través de los periódicos, las televisiones y los medios de comunicación en general) que permita que todos los ciudadanos sean capaces de expresar ante los demás sus opiniones acerca de quiénes son los capacitados para aplicar las leyes.
Por lo que respecta al poder judicial, son necesarias otras garantías para conseguir que la interpretación de las leyes no las vuelva particulares. Para conseguir la independencia del poder judicial es necesario que la subsistencia de los jueces no dependa de ningún poder socioeconómico. Por eso no puede permitirse que, por ejemplo, los jueces estén patrocinados por las empresas: un jugador de fútbol puede, quizá, estar patrocinado por una marca de ropa deportiva, pero un juez no puede estar pagado por una empresa, ya que entonces podría interpretar las leyes de una forma favorable a ésta, con lo que estas dejarían de ser universales. Pero para que los juicios sean justos es necesario, además, que todas las partes que se enfrentan en ellos tengan las mismas posibilidades para defender sus argumentos y sus puntos de vista. Si se enfrentasen en un juicio una persona muy rica, que pudiese contratar a 200 abogados para su defensa, y un pobre mendigo que a duras penas puede defenderse, el primero tendría muchas más posibilidades de ganar el juicio y, de este modo, sería posible que sistemáticamente los juicios favoreciesen a los que disponen de más dinero. Por ello, si queremos conseguir que la justicia trate por igual a los que tienen muchos recursos que a los que tienen pocos, todos los ciudadanos que sean juzgados han de contar con las mismas posibilidades de defensa y acusación. Esto se conseguiría, por ejemplo, si se sortease antes de cada juicio quién será el abogado de cada parte entre todos los abogados que están disponibles en un cierto Estado, imposibilitando que unos ciudadanos tuviesen más capacidad para encontrar argumentos a su favor que otros.
Vemos así que, aunque pudiera parecer sencillo que una sociedad esté en Estado de derecho, son muchos los obstáculos que se interponen en la conquista del gobierno de las leyes universales. La forma de ley impone una serie de condiciones que es necesario tener en cuenta para que no se cuelen en el gobierno de una sociedad voluntades particulares que nada tienen que ver con las leyes. Y es a la acción política a la que le corresponde estar constantemente alerta para conseguir diseñar instituciones y procedimientos (como la división de poderes, el voto secreto o la educación pública y gratuita) que permitan que la sociedad esté efectivamente en Estado de derecho.
(Grupo Pandora. Filosofía y Ciudadanía. 1º de bachillerato. Editorial Akal. Madrid. 2011)